A un costado de la montaña más cercana a la colina sobre la cual se erguía la modesta cabaña de Altiviades, Guido pudo divisar la figura de Royd, que venía acompañado de su maestro. El lobo, al encontrarse con los niños luciendo sus nuevos atuendos y listos para pelear, echó una terrible mirada sobre Royd, pero éste trató de no darse cuenta de ello. Disgustado, emitió un gruñido.
-Sabes muy bien que te ayudaré a reunir a los Guardianes -dijo entre dientes-. Pero si quieres que entrene junto a estos novatos estas equivocado, muchacho.
-Por favor, Maestro –respondió Royd-. No confío en nadie más que usted para que nos ayude: dos de los shojins elegidos por Guardianes Elementales están de nuestro lado, pero uno de ellos ni siquiera sabe como sentirse al respecto…
El colosal lobo desvió sus pasos hacia un costado y comenzó a olisquear el nuevo aspecto de los niños. Sebastián, en total estado de alerta, lo miraba de reojo con algo más que desconfianza, debido a que Napo, el perro ovejero que tenía en su casa, lo había mordido cuando era muy pequeño. Para peor, el tamaño de Bugen era quizás cinco o seis veces superior al de su mascota, y eso ya era mucho decir. Intentó disimular los nervios que le causaba su presencia y dijo con voz fuerte:
-No se te ocurra morderme, porque te doy una patada que… te vas a morir de hambre en el aire.
Bugen simuló no escucharlo, y se dirigió hacia Maurice, que se encontraba sentado sobre el césped. Luego, se paró frente a Altiviades, quien llevaba ahora su cabello atado en una trenza, y se mostraba muy relajado, anudándose prolijamente las ataduras de un viejo uniforme negro similar al de Guido y el resto. Sebastián pensó que aquel nuevo peinado le daba al sabio cierta apariencia femenina, pero se reservó la opinión.
-Puedo oler el peligro y la aventura en tu respiración, Altiviades –dijo el lobo gruñendo de lado-. Veremos si esa gema te sirve de algo.
El shojin estrechó entre sus delicadas manos una de las patas delanteras del híbrido, a modo de saludo respetuoso.
-Gracias a ella sigo tan joven como siempre -respondió bromeando-. Lamento ver que no tienes la misma suerte: tus dientes se parecen a los de Fargo.
-Realizó una interrupción, tras la cual añadió:
-Sabía que nos acompañarías. Eso me da tranquilidad.
-Siempre creí que tu eterna apariencia juvenil la habías obtenido sacrificando parte de la sangre de ese pegaso –replicó el lobo-. No habrías sido el primero.
-¿Me crees capaz de tanto? -respondió riendo el anciano con apariencia de muchacho-. ¿Qué clase de vecino eres si aún no me conoces?
Detrás de ellos, Fargo había ido acomodando los maniquíes de madera y paja, junto a otros elementos, y traía un libro bajo el brazo. Lancelot, ajeno a todo, correteó alegremente durante un rato hasta que finalmente terminó por perderse entre unos arbustos, llevando sobre su cabeza aquel pajarraco con el que parecía llevarse tan bien.
-¡César! –exclamó Altiviades-. Tú debes protegerte de los ataques de Fargo con tu escudo, aunque tampoco estaría mal que los esquivases, ¿Entendido?
-Entendido -respondió el Tortuguita sujetando su escudo con mucho cuidado-. Estoy preparado para cualquier cosa.
Altiviades sonrió desafiante e hizo un gesto de despedida con la mano.
-Eso lo veremos –dijo entonces Fargo-, ¡Gravet Accea!
Inmediatamente, varios adoquines del tamaño de una pelota de rugby se elevaron, quedando luego suspendidos en el aire cual si fuesen globos.
-¡Heret! -exclamó el viejo mago.
Uno de los proyectiles voló contra el rostro del Tortuguita, que en un inesperado movimiento subió su escudo y logró desviar el ataque. La roca impactó entonces tan fuertemente contra un árbol, que lo derribó sobre el césped. Guido y Sebastián corrieron en dirección a su amigo creyendo que el mismo se había desmayado a causa del impacto, pero éste se puso de pie en un santiamén, sonriente y entusiasmado.
-¡Es como jugar al fútbol con ladrillos! –dijo sonriente-. ¡Tengo el brazo dormido!
Guido y Sebastián aplaudieron festejando el movimiento de su amigo, y seguidamente alejaron del lugar al gigantesco Maurice, que perturbado parecía no comprender la escasísima gravedad de la situación.
-Los pequeños dragones de Aurora conforman una raza de animales veloces e increíblemente resistentes –exclamó Altiviades-. Los hechiceros solían cruzar el campo de batalla montados sobre ellos durante los enfrentamientos con los vehículos armados de la Alianza. Cuando el dragón resultaba muerto, sus restos eran utilizados para crear un escudo como ese.
César sacudió su brazo, intrigado.
-Cuando nos atacaron los déndridos –agregó-, se volvió grande y pesado, pero ahora no siento nada de eso.
-Los déndridos no poseen una gran fuerza física, pero atacan utilizando herramientas mágicas –intervino Fargo-. Tu escudo proviene de un animal luminoso, y como tal, sólo reacciona negativamente ante la magia oscura, que estos ladrillos no tienen.
Sebastián echó mano del bastón que llevaba en su cintura y lo sacudió en todas direcciones. Una vez más, nada sucedió.
-¿Qué pasa? -preguntó al tiempo que arrojaba el objeto hacia Altiviades-. ¿Está roto? ¿Qué clase de magia de porquería es ésta?
Altiviades cerró sus ojos y suspiró, víctima de un profundo pesar.
-Tiriviad no es un plumero ni un garrote, niño ignorante –respondió-. Ese legendario bastón posee mucho más poder del que podrías controlar: sólo debes frotar una de sus gemas.
El shojin posó uno de los extremos del bastón sobre el árbol que había sido derribado por el ladrillazo. El mismo ardió furiosamente desde su delgado tronco hasta las ramas más verdes, esfumándose sin dejar rastro. El sabio luego repitió la operación con uno de los rocosos proyectiles que se hallaban aún flotando, y para asombro de los niños, obtuvo idéntico resultado.
-Esas incrustaciones le permiten incendiarlo todo –murmuró-. Incluso una roca. Honestamente, no sé que hace Tiriviad en tus manos…
-¡Guau! -exclamó Sebastián recuperando el aliento y el dominio de su rústico bastón-. ¡Es mío! ¡Esto es mejor que ese escudo de porquería, César!
El Tortuguita asintió con la cabeza sin siquiera prestar atención a las palabras de su amigo. Altiviades, por otra parte, extendió su brazo derecho en dirección al viejo mérlido, quien se había alejado unos metros del lugar.
-¡Heret! -gritó Fargo-. ¡Moret, Sylphet, Rajkird!
Guido temió por la seguridad de su amigo cuando una lluvia de piedras comenzó su ataque, obligándolo a defenderse de mejor manera posible. Cuando el Tortuguita parecía haber desviado todos los ataques, Fargo le lanzaba uno nuevo. Sebastián, absolutamente confiado de las destrezas de ambos participantes, observaba la escena y vitoreaba cada esfuerzo. Finalmente, el mérlido hizo silencio y el apedreamiento se detuvo.
-Nada mal –dijo Altiviades-. Pero con eso no podremos hacer mucho. ¿Cómo piensas atacar si te la pasas debajo del escudo? Ahora quiero que avances a medida que bloqueas los golpes. Debes llegar hasta la cabaña.
El Tortuguita se rascó la cabeza, preocupado.
-¡Fargo! -exclamó el shojin-. ¡Arrójale más piedras y atácalo por la espalda! ¡Aumenta la velocidad y apunta a sus piernas, que puedo sanarlas si se rompen!
Luego, señalando a Guido y Sebastián, agregó:
-Ustedes, no se distraigan. Tomen esos maniquíes que están tirados en el piso y vengan conmigo. Hoy será un día de diversión para todos en Xinu.