VI – No todo lo que brilla es oro (IV)

-La abertura no resistirá mucho más, muchacho –exclamó el Director echando un vistazo sobre el remolino-. Se está volviendo inestable. Es ahora o nunca…

Giménez se achicharró de la misma manera en que lo había hecho el conserje. Su lugar fue ocupado por un anciano de frondosa barba y bigotes blancos que vestía una especie de holgadísimo camisón blanco y verde. Llevaba también un turbante blanco en su cabeza, muchísimos collares en su cuello, incontables pulseras en sus brazos y una buena cantidad de sortijas en sus dedos. Su aspecto era el del más chiflado vendedor ambulante de joyería.

-¡Quimero Moret Accéa! -exclamó.

Los niños parecían haber renunciado a cualquier intento de entender la situación y se disponían a huir cuando el encapuchado se plantó frente a ellos. César no pudo evitar ser echado dentro de aquel remolino que lo absorbió de manera inmediata. Guido y Sebastián dieron entonces un grito de espanto, pero el mismo casi no llegó a oírse debido a que fue ahogado por los truenos emergentes desde el vórtice.

-¡¿Qué le hiciste al Tortuguita, monstruo?! -exclamó Guido sin soltar la caja que llevaba abrazada contra su pecho-. ¡¿Donde está?!

Sebastián se alejó de su amigo para poder aferrarse con fuerza a la armadura ubicada en el centro de la sala. Los aparadores y aquella pesada obra de arte alguna vez usada para la guerra parecían ser lo único que no estaba siendo lentamente absorbido por el remolino.

-¡No tienen porqué preocuparse! -dijo el encapuchado-. ¡Él estará a salvo! ¡Y nosotros iremos con él! ¡Fargo!

El anciano realizó un gesto afirmativo con la cabeza. Luego elevó sus brazos hacia el remolino y cerró sus ojos. Guido mientras tanto contuvo la respiración pensando en las cosas que habían estado ocurriendo en su vida últimamente. Abrió la caja con cuidado de no perder el equilibrio y observó aquel maravilloso pedrusco que había sabido brillar ante su presencia. Lo sostuvo en su mano y desechó su envase. Por un momento pensó en saltar dentro de aquel remolino, y fue entonces que una increíble sensación de certeza lo abrumó. Sintió que aquella palpitante gema había hablado directamente a su corazón en un idioma que le resultaba a medias entendible.

-¡No se porqué, pero tenemos que hacer lo que ellos dicen! –vociferó Guido dirigiéndose a Sebastián-. ¡Tenemos que ir con el Tortuguita!!
Sebastián clavó las uñas sobre la empuñadura de la espada portada por el caballero andante y negó varias veces con la cabeza.
-¡¿No te das cuenta?! –gritó al tiempo que señalaba al encapuchado-. ¡Es la Muerte! ¡El Tortuguita debe estar en el otro mundo!
Esta vez fue Guido el que negó con la cabeza.
-¡No podemos dejarlo solo! –respondió tratando de darse coraje-. ¡Yo voy a saltar!
-¡No lo hagas, Guido! –exclamó entonces Sebastián-. ¡O me vas a dejar solo a mí! ¡Porque yo no voy a saltar, lo juro!

El vidrio que daba forma a los aparadores estalló súbitamente cuando la fuerza centrífuga aumentó de golpe hasta duplicarse. El encapuchado se vio obligado a sujetarse de la armadura para no ser absorbido, pero la misma cayó de costado llevándose a Sebastián consigo. Éste rodó y se deslizó hasta casi entrar al remolino, pero el encapuchado logró sujetarlo por una pierna en el último instante. El niño rompió a llorar, y lejos de manifestar cualquier tipo de agradecimiento, soltó una lluvia de insultos.

-¡Tienes que confiar en mí! –dijo el enigmático personaje-. ¡Yo estoy tan asustado como lo estás tú!

Su mano se abrió, y Sebastián se perdió dentro del vórtice dando un grito. Guido lo presenció todo sabiendo que aquella sería la única oportunidad que tendría de explicarse el asunto de Vatel y el chocolate. Por otro lado también se percató de que no podría salirse de esa situación aunque quisiese hacerlo. Aprisionó la gema en su puño y saltó detrás de su amigo como quien brinca desde un avión llevando un paracaídas.

El anciano introdujo una mano en sus vestiduras. De allí sacó un paquete de tela roja que arrojó hacia el encapuchado a la vez que decía:
-¡Espero que recuerdes cómo usarlo!

El remolino comenzó a sacudirse hacia los lados sin que nadie pudiese hacer nada para evitarlo. El encapuchado no obstante se mantuvo inmóvil y sin pronunciar palabra alguna al tiempo que observaba el envoltorio adquirido.
-¡Vete ya, insensato! -exclamó el anciano-. ¡Debes proteger a los niños!

Obedeciendo las órdenes de su interlocutor, el encapuchado se adentró en el remolino y el mismo redujo sus dimensiones hasta casi desaparecer. El anciano cayó de rodillas mientras realizaba una serie de bruscos e hipnotizantes movimientos con sus brazos.
-Aún no –dijo arrastrándose-. Es demasiado pronto… ¡Jubei Leveret!

Repentinamente, la abertura aumentó de tamaño hasta tragárselo junto con la armadura y luego se cerró para nunca más abrirse. Al instante siguiente la paz y la quietud propias de cualquier noche de invierno reinaron nuevamente en la escuela y esa sala de exposiciones, que ahora, se mostraba en ruinas.

VI – No todo lo que brilla es oro (III)

La caja resplandeció. Fue como si una linterna hubiese sido encendida en su interior. Un haz de luz dorada hizo que los niños diesen un paso hacia atrás, y Guido dejó caer la caja sobre la mesa. La pecera cayó al suelo haciéndose mil pedazos y desperdigando los presuntos tesoros previamente alojados en ella. Totalmente perturbados, los niños se mantuvieron durante varios segundos en el más absoluto de los silencios.

-¡¿Qué fue eso?! –preguntó César finalmente-.¿Ustedes vieron lo que yo vi?
-Esa caja esconde algo –respondió Sebastián mientras frotaba sus ojos repetidas veces-. ¡Hay algo ahí adentro!

Guido pudo sentir que tanto la impresión inicial como los deseos de salir corriendo lo abandonaban. Se halló a si mismo relativamente libre de temores y totalmente desbordado por la curiosidad. El encontrarse acompañado por sus amigos le ofreció cierta seguridad y lo condujo a tomar una nueva decisión con respecto al destino de la caja.

-Pásenme el cuchillo –dijo extendiendo su mano derecha-. Tenemos que abrirla antes de que vuelva el Director.

El resplandor se repitió, pero esta vez el niño no soltó la caja. De su interior emergió un pedrusco pequeño y brillante que comenzó a flotar en el aire, rotando sobre su propio eje imaginario y paseándose frente a los atónitos niños a la vez que despedía un extraño fulgor cálido.

-¿Qué es esto? –preguntó el Tortuguita.
-¡Es un fantasma! –exclamó Sebastián ocultándose detrás de Guido-. ¡Los fantasmas pueden tomar cualquier forma para aparecer entre nosotros!

Guido estiró su mano hasta casi tocar la gema. Por alguna extraña razón que escapaba a su entendimiento, aquella roca no le parecía en absoluto amenazadora. Muy por el contrario, sentía que podía actuar libremente frente a ella.

-¡No la toques! –dijo Sebastián sujetando el brazo de su amigo y alejándolo bruscamente de aquel extraño objeto-. ¡Podría ser un visitante del espacio! ¡Su tecnología es mucho más avanzada que la nuestra!

César resbaló a causa de un fuerte tirón dado por su amigo y cayó al suelo. Inmediatamente se percató de que sus espaldas habían impactado contra las piernas de alguien. Ese alguien era Alberto, el portero, quien observaba la escena con innegable fascinación.
-¡Tiene que ser uno de ustedes! –dijo-. ¿Pero quién? ¡Cómo diablos voy a saberlo!

Los niños se miraron entre sí, sin saber como o qué contestar. Mediante un rápido movimiento, Guido encerró la gema luminosa dentro de la caja que la había contenido originalmente.
-¡El portero está hablando con el fantasma! –exclamó Sebastián-. ¡Corramos!

El conserje reaccionó velozmente al escuchar aquellas palabras. Murmuró algo que los niños no pudieron entender, y su cuerpo se estiró varios centímetros hacia arriba convirtiéndolo en un hombre un poco más alto y más delgado. Seguidamente, comenzó a arder en llamas incinerando su apariencia cual si fuese una cubierta de papel. Fueron necesarios unos segundos para que Guido perdiese de vista a aquel pequeño hombre calvo y excedido de peso que alguna vez había sido su conserje. En reemplazo del mismo ahora se encontraba un individuo difícilmente descriptible considerando que se mostraba completamente cubierto de pies a cabeza por una túnica marrón muy oscura. Bajo una capucha, su rostro no podía siquiera vislumbrarse. Sus manos estaban protegidas por guantes de cuero negro, y unas botas del mismo material resguardaban sus pies.

-¿Qué pasó con el portero? –preguntó César

Guido no pudo responder a la pregunta de su amigo. Ni siquiera la escuchó. Por aquel entonces, toda su atención se hallaba puesta en lo que aparentaba ser un enorme remolino negro que comenzaba a formarse unos metros por encima de sus cabezas. Su aspecto era en cierta manera líquido, y pequeños relámpagos salían despedidos a intervalos desde el mismo.

-¡Es un agujero negro! –exclamó Sebastián al percibir ligeramente que una extraña fuerza lo atraía hacia el mismo-. ¡Una puerta a otra dimensión!

El impulso de atracción generado por el remolino comenzó a acentuarse cada vez más y llegó un momento en el los niños tuvieron que sujetarse firmemente entre ellos para no resbalar. El encapuchado pareció sorprenderse ante aquel suceso y se llevó las manos a la cabeza, en un gesto que todos interpretaron como la quintaesencia de la preocupación. Algunos pequeños objetos pertenecientes a la exposición del museo fueron absorbidos por el remolino y desaparecieron en él como gotas de lluvia en un estanque.

-¡No hay suficiente tiempo! -exclamó el encapuchado-. ¡Deberán venir todos!
Dicho esto, sujetó a Sebastián por un brazo e intentó arrojarlo contra el remolino.
-¡Yo no voy a ningún lado! –gritó el niño tratando de zafarse-. ¡Socorro! ¡Nos están secuestrando!

Instintivamente, Guido y César empujaron al encapuchado y Sebastián lo mordió en el brazo con todas sus fuerzas. En aquel momento, Giménez reapareció.

VI – No todo lo que brilla es oro (II)

El Museo daba muestras de haber realizado un esfuerzo considerable. Una montaña de artículos envueltos en papel color madera hizo que Guido se detuviese unos momentos a pensar si no hubiese sido mejor idea soportar el regaño de su madre. Visitar los museos durante un par de horas para luego volver a casa era divertido, pero ser ayudante en lo que casi se había transformado en una mudanza no lo era tanto.

El profesor de Ciencias Naturales no había podido presentarse aquella tarde, debido a que se encontraba acompañando a su esposa. Ella estaba internada en una lujosa clínica del Centro de la ciudad, a punto de dar a luz. Sebastián pensó que como excusa, aquella era una de las mejores. La profesora de Historia, por otro lado, era una mujer muy anciana que a duras penas si podía cargar la ropa que llevaba puesta. Pedirle su asistencia en la tarea de cargar cualquier objeto allí presente habría sido casi una travesura.

-Tengan mucho cuidado con esas cajas –dijo el Director al tiempo que descargaba un paquete tan alto como él, con la ayuda de cuatro empleados del museo–. Estos elementos son irreemplazables. No podemos permitirnos el lujo de dañarlos.
-Agradecemos mucho su ayuda -dijo un hombre vestido con un viejo uniforme color marrón dirigiéndose a los niños-, pero estaremos mucho más tranquilos si nos encargamos personalmente de los artículos más delicados.
Se limpió las manos con un lienzo que llevaba sujeto a su cintura y añadió:
-Ustedes pueden llevar todo lo que queda en aquel camión que viene detrás.
Los niños obedecieron y se dirigieron al vehículo.
-¿Cuánto tiempo dijo el Director que va a durar la visita del Museo? –preguntó Sebastián.
-Una semana –respondió Guido.

Presa de la confusión, el Tortuguita no había pronunciado palabra desde hacía varias horas. Durante el almuerzo había recibido de parte de sus amigos una detallada reseña de los hechos sucedidos, pero aún así no podía dar crédito a sus sentidos.

-Estoy pensando, Guido –dijo Sebastián sin interrumpir la tarea ni voltearse-. ¿Creés que mañana tendremos que hacer todo esto de nuevo? Si el día se vuelve a repetir…
-No lo sé –replicó Guido-. Algunas cosas se repiten, pero otras no. Ayer no tuvimos que hacer todo este trabajo.
-No lo entiendo –murmuró el Tortuguita-. No puedo. Esto no puede ser verdad. ¿No lo ven? Soñamos las mismas cosas y ustedes…
La tenue voz de la profesora se hizo escuchar.
-Si siguen holgazaneando no lograrán descargar todas esas maravillas –dijo-. ¿No les parece que aquellas cajas están a punto de caerse? Podrían moverlas al otro extremo del depósito, junto a la biblioteca…
-Si, señora –respondieron los tres niños a coro.
-Dar órdenes es fácil… –murmuró Sebastián entre dientes.
La tarde parecía tan interminable como aquel miércoles, veinticinco de Junio.

Dieron las ocho en el reloj de Sebastián y los camiones marcharon de vuelta al museo. De no haber sido por la insistencia de Giménez, la exposición no habría sido tan completa y variada. La sala de exposiciones que antiguamente había sido destinada a transformarse en el gimnasio de la escuela, se mostraba irreconocible. Acostumbrada a exhibir diariamente los trofeos de los campeonatos interescolares y las diferentes expresiones artísticas de los alumnos, nunca se había visto tan radiante. Todos concordaron en que tanto trabajo había valido la pena. Las paredes estaban adornadas con ilustraciones de diversos animales, extrañas herramientas, prendas de vestir, utensilios y máscaras de exóticas tribus desaparecidas. Cuatro aves embalsamadas habían sido ubicadas en los rincones del sector dedicado a la zoología, y diferentes textos explicaban sus características mas destacadas. Una inmensa armadura, lo suficientemente grande como para albergar al Director Giménez en su interior, se hallaba dispuesta en el centro de la sala. Un rincón exclusivamente dedicado a las fotografías e imágenes de supuestos objetos voladores no identificados de seguro se convertiría en una de las secciones mas visitadas. No importaba el artículo donde uno intentase fijar la mirada, siempre habría uno más llamativo a su lado.

-Niños –dijo el Director-, hemos hecho un excelente trabajo. Muchas gracias por su ayuda.
Seguidamente, y volteándose hacia la profesora de historia, agregó:
-Señora Douglas, su colaboración a la hora de distribuir los elementos nos ha resultado indispensable.
-No tiene nada que agradecerme, señor Director –replicó la profesora mientras palmeaba cariñosamente la rubia cabeza de Sebastián-. Sabe usted que me apasiona poder participar en este tipo de emprendimientos que alejan a los jóvenes de la televisión.
Hizo una pausa y se despidió diciendo:
-Espero poder asistir a la inauguración durante la mañana.

En la sala de exposiciones solo quedaron el Director y los tres niños, que saludaron a la profesora mientras ésta se alejaba a paso lento y en compañía del portero. Las diferentes vías de acceso habían sido clausuradas momentáneamente para evitar el desorden que pudiese haber sido causado por los curiosos.

-Aguárdenme unos instantes aquí –dijo Giménez-. Debo ir a mi oficina. Cuando regrese tendrán el privilegio de ser los primeros en visitar el museo, y yo seré el guía.
Luego, dirigiéndose a Sebastián agregó:
-Tu padre se comprometió a recogerlos a todos, y llevarlos a casa.
Cuando el Director se hubo alejado lo suficiente, Sebastián comentó:
-Quiero irme, Guido. Tenés que inventar una excusa para que no tengamos que caminar ni un solo paso más, o me voy a desmayar.
Guido negó con la cabeza.
-No seas tonto –le respondió-. Tu papá va a tardar por lo menos media hora en llegar hasta la escuela.
-Yo no quiero volver a casa –dijo el Tortuguita muy convencido de sus palabras–. Tengo miedo de dormirme. Tengo miedo de que ustedes estén diciendo la verdad.

Las palabras pronunciadas por César sonaron con mucha fuerza en los oídos de Guido. El Tortuguita tenía derecho a estar asustado. ¿Existiría acaso la posibilidad de que tanto él cómo sus amigos se quedasen por siempre estancados en el tiempo? ¿Habría sido el sueño compartido el causante de todo aquel embrollo? Eso no tendría sentido ni en la más bizarra de sus pesadillas. A decir verdad, nada tenía sentido. Nada.

-Disculpen, niños -exclamó el portero a la vez que se acercaba lentamente a los niños-, los empleados del museo olvidaron desempacar esto.
Sebastián recibió de manos del conserje una caja muy liviana y casi tan grande como su cabeza. Por cuestiones de seguridad todas las cajas se veían iguales en su aspecto y se diferenciaban únicamente en el código numérico que llevaban impreso sobre una etiqueta autoadhesiva.

-Debe ser alguna estupidez de barro hecha por algún indio emplumado –dijo Sebastián-. Estoy seguro de eso.
-No debe ser muy valiosa –replicó Guido encogiéndose de hombros-, o no se la habrían olvidado.

El Tortuguita tomó la caja y la puso sobre el borde de una mesa, apartando hacia un lado una pecera que contenía pequeñas muestras de distintos tipos de rocas semipreciosas. Guido estiró su brazo y tomó un pequeño cuchillo desafilado. El mismo le había resultado de inmensa utilidad a lo largo de la tarde, ya que sin él no habría podido desenvolver siquiera la mitad de los paquetes. Realizó un corte a lo largo de la cinta adhesiva, diciendo:

-Vamos a ver…

VI – No todo lo que brilla es oro

El rostro del Director Giménez no reflejaba otra cosa que no fuese una increíble tranquilidad.

-Por favor, Guido –dijo sonriendo-, cierra la puerta o se escapará el calor de la habitación.
Luego, dirigiéndose al resto de los niños agregó:
-Siéntanse cómodos de tomar asiento.
Un cartucho de dinamita podría haber explotado frente a Guido sin que éste lo oyese. Así de inmerso se hallaba en sus propios pensamientos.
-El Tortuguita también soñó con la pelea -se repetía para sus adentros una y otra vez mientras Giménez paseaba su mirada sobre sus amigos–. Ahora somos tres.
El Director clavó la mirada sobre César.

-No irán a decirme que han hecho enojar a la Señorita Lourdes… –dijo sonriendo levemente.
-¡Prometa que no va a citar a mi papá para una reunión! –argumentó el Tortuguita-. ¡No quise quedarme dormido! ¡Lo juro!

Giménez soltó una risotada. Guido no entendió muy bien lo que esa reacción representaba, pero de todas maneras respiró aliviado ante el buen humor mostrado por el regente. Reflexionó un poco y armándose de valor, dijo:
-Esto fue lo que pasó: Ayer, Sebastián revisó la carpeta de la Señorita…

Giménez apoyó el dedo índice de su mano derecha sobre sus labios y obligó a Guido a detener su confesión.
-Hace tan sólo unos instantes recibí una llamada telefónica que me llenó de gusto –dijo al tiempo que agitaba un pequeño cuaderno repleto de hojas amarillentas-. Se confirmó la visita del Museo de Ciencias Naturales e Historia Antigua a nuestra escuela. Necesitaré que algunos estudiantes “responsables” me ayuden a desempacar algunas de las cosas que los empleados del Museo descargarán hoy por la tarde en el viejo depósito.
Realizó una interrupción que duró varios segundos y terminó diciendo:
-Si puedo contar con ustedes para realizar dicha tarea, me olvidaré de cualquier cosa que hayan hecho y no habrá castigo para nadie. ¿Qué tal les suena eso? ¿Tenemos un trato?

Guido no tuvo que pensar demasiado para emitir una respuesta afirmativa, y lo mismo sucedió con Sebastián. Ambos sabían que la tarea sería un castigo sólo si se enfrentaban a ella desde esa perspectiva. César, por otro lado, habría sido capaz de trasladar el museo hacia cualquier parte del mundo con tal de no perderse el partido de fútbol que se jugaría el sábado por la mañana.

-Muy bien –dijo Giménez mostrando sincera complacencia-. Pondré sus nombres en esta autorización y todo estará resuelto. Por lo pronto, avisaré a sus familias para que no se preocupen durante su ausencia y luego le explicaré la situación a la Señorita Lourdes. Ahora deben retornar a clase.
La puerta se cerró y los niños se encontraron una vez más en el patio cubierto.

-Tuvimos mucha suerte –murmuró César.
-¡El museo nos salvó la vida! –exclamó Sebastián aferrando su cabeza con ambas manos-. Ni siquiera tuvimos que contarle lo de estas hojas en el calzoncillo…

Una de las hojas de papel cayó al suelo y el Tortuguita la recogió. Se sorprendió al encontrarse con parte de la tarea del día completamente resuelta. Sabía que su rechoncho amigo no era el mejor de los alumnos, pero aún así se negó a creer que el mismo hubiese sido capaz de arriesgarse a copiar directamente desde la carpeta de la Señorita Lourdes. Eso habría sido una tontería. Al fin y al cabo, aquellos ejercicios de matemática no eran ni más ni menos complicados que los que habían estado haciendo desde siempre.

-Sebastián –dijo pensativo-, ¿Qué es todo esto?

Dando un manotazo, Sebastián se apoderó de la portada del diario que Guido llevaba en el interior de la camisa sin que éste pudiese evitarlo. Luego, señalando insistentemente la fecha impresa, se lo entregó al Tortuguita.
-Esto no es una broma –dijo Guido-. Es el diario de ayer. Ayer fue miércoles.
Con los ojos abiertos como platos, César trató de entender lo que sus amigos intentaban decir. Soltó una risita nerviosa, pero la misma desapareció al enfrentarse con el severo rostro de Guido.

-¡Y no estamos locos! –agregó Sebastián-. Guido y yo también soñamos con Vatel. Y con la pelea en la catedral.

Guido guardó la hoja de diario nuevamente en el interior de su camisa. Estaba tan nervioso como el Tortuguita, pero intentó disimularlo. La visita del museo haría que el día tomase un rumbo ligeramente distinto, y eso despertaba su curiosidad. Presintió que de alguna u otra manera el asunto del chocolate iba a resolverse por si mismo. Y pronto. Ahora ya eran tres los involucrados.

-No entiendo de que están hablando –murmuró el Tortuguita.
-Nosotros tampoco –replicó Guido-. Y hasta que no lo entendamos no podemos decírselo a nadie.
-¿Entendiste? –preguntó Sebastián elevando su puño regordete con actitud amenazante.
-A… a nadie. Lo prometo. Ni… ni una palabra.

Durante el resto de la mañana Guido, César y Sebastián apenas si prestaron atención a las palabras de la Señorita Lourdes. Algunos alumnos rieron cuando la maestra habló acerca de la tarea encomendada a los tres niños castigados, pero los mismos ni siquiera se percataron de ello.