-La abertura no resistirá mucho más, muchacho –exclamó el Director echando un vistazo sobre el remolino-. Se está volviendo inestable. Es ahora o nunca…
Giménez se achicharró de la misma manera en que lo había hecho el conserje. Su lugar fue ocupado por un anciano de frondosa barba y bigotes blancos que vestía una especie de holgadísimo camisón blanco y verde. Llevaba también un turbante blanco en su cabeza, muchísimos collares en su cuello, incontables pulseras en sus brazos y una buena cantidad de sortijas en sus dedos. Su aspecto era el del más chiflado vendedor ambulante de joyería.
-¡Quimero Moret Accéa! -exclamó.
Los niños parecían haber renunciado a cualquier intento de entender la situación y se disponían a huir cuando el encapuchado se plantó frente a ellos. César no pudo evitar ser echado dentro de aquel remolino que lo absorbió de manera inmediata. Guido y Sebastián dieron entonces un grito de espanto, pero el mismo casi no llegó a oírse debido a que fue ahogado por los truenos emergentes desde el vórtice.
-¡¿Qué le hiciste al Tortuguita, monstruo?! -exclamó Guido sin soltar la caja que llevaba abrazada contra su pecho-. ¡¿Donde está?!
Sebastián se alejó de su amigo para poder aferrarse con fuerza a la armadura ubicada en el centro de la sala. Los aparadores y aquella pesada obra de arte alguna vez usada para la guerra parecían ser lo único que no estaba siendo lentamente absorbido por el remolino.
-¡No tienen porqué preocuparse! -dijo el encapuchado-. ¡Él estará a salvo! ¡Y nosotros iremos con él! ¡Fargo!
El anciano realizó un gesto afirmativo con la cabeza. Luego elevó sus brazos hacia el remolino y cerró sus ojos. Guido mientras tanto contuvo la respiración pensando en las cosas que habían estado ocurriendo en su vida últimamente. Abrió la caja con cuidado de no perder el equilibrio y observó aquel maravilloso pedrusco que había sabido brillar ante su presencia. Lo sostuvo en su mano y desechó su envase. Por un momento pensó en saltar dentro de aquel remolino, y fue entonces que una increíble sensación de certeza lo abrumó. Sintió que aquella palpitante gema había hablado directamente a su corazón en un idioma que le resultaba a medias entendible.
-¡No se porqué, pero tenemos que hacer lo que ellos dicen! –vociferó Guido dirigiéndose a Sebastián-. ¡Tenemos que ir con el Tortuguita!!
Sebastián clavó las uñas sobre la empuñadura de la espada portada por el caballero andante y negó varias veces con la cabeza.
-¡¿No te das cuenta?! –gritó al tiempo que señalaba al encapuchado-. ¡Es la Muerte! ¡El Tortuguita debe estar en el otro mundo!
Esta vez fue Guido el que negó con la cabeza.
-¡No podemos dejarlo solo! –respondió tratando de darse coraje-. ¡Yo voy a saltar!
-¡No lo hagas, Guido! –exclamó entonces Sebastián-. ¡O me vas a dejar solo a mí! ¡Porque yo no voy a saltar, lo juro!
El vidrio que daba forma a los aparadores estalló súbitamente cuando la fuerza centrífuga aumentó de golpe hasta duplicarse. El encapuchado se vio obligado a sujetarse de la armadura para no ser absorbido, pero la misma cayó de costado llevándose a Sebastián consigo. Éste rodó y se deslizó hasta casi entrar al remolino, pero el encapuchado logró sujetarlo por una pierna en el último instante. El niño rompió a llorar, y lejos de manifestar cualquier tipo de agradecimiento, soltó una lluvia de insultos.
-¡Tienes que confiar en mí! –dijo el enigmático personaje-. ¡Yo estoy tan asustado como lo estás tú!
Su mano se abrió, y Sebastián se perdió dentro del vórtice dando un grito. Guido lo presenció todo sabiendo que aquella sería la única oportunidad que tendría de explicarse el asunto de Vatel y el chocolate. Por otro lado también se percató de que no podría salirse de esa situación aunque quisiese hacerlo. Aprisionó la gema en su puño y saltó detrás de su amigo como quien brinca desde un avión llevando un paracaídas.
El anciano introdujo una mano en sus vestiduras. De allí sacó un paquete de tela roja que arrojó hacia el encapuchado a la vez que decía:
-¡Espero que recuerdes cómo usarlo!
El remolino comenzó a sacudirse hacia los lados sin que nadie pudiese hacer nada para evitarlo. El encapuchado no obstante se mantuvo inmóvil y sin pronunciar palabra alguna al tiempo que observaba el envoltorio adquirido.
-¡Vete ya, insensato! -exclamó el anciano-. ¡Debes proteger a los niños!
Obedeciendo las órdenes de su interlocutor, el encapuchado se adentró en el remolino y el mismo redujo sus dimensiones hasta casi desaparecer. El anciano cayó de rodillas mientras realizaba una serie de bruscos e hipnotizantes movimientos con sus brazos.
-Aún no –dijo arrastrándose-. Es demasiado pronto… ¡Jubei Leveret!
Repentinamente, la abertura aumentó de tamaño hasta tragárselo junto con la armadura y luego se cerró para nunca más abrirse. Al instante siguiente la paz y la quietud propias de cualquier noche de invierno reinaron nuevamente en la escuela y esa sala de exposiciones, que ahora, se mostraba en ruinas.