XVII – Frío como el hielo

Tras haber caminado un buen trecho y bordeado varias veces las laderas de las montañas, Altiviades se detuvo frente a lo que Guido creyó identificar como a una especie de entrada, bloqueada con una roca. Un murmullo por parte del Shojin del Tiempo bastó para que la misma rodase hacia un costado, dejando a la vista una profunda cavidad en el macizo. Aquel sitio lucía muy oscuro y silencioso, pero a pesar de ello el niño tuvo la perturbadora sensación de estar a las puertas de un lugar habitado. Procurando defenderse de lo que pudiese salir del interior del mismo, sacó cuidadosamente una de las esferas metálicas que llevaba en la bolsita atada al cuello.

-El espíritu del soldado elvoréntido que perdió esas granadas debe estar acordándose de ti en este momento -comentó Altiviades en voz baja.
Guido se acercó a la entrada en la roca. Miró hacia adentro pero no pudo ver nada, como era de esperarse.
-¿Vamos a entrar ahí? –preguntó-. No trajimos linternas.
Antes de que el sabio consiguiese responder, una gélida brisa proveniente del interior de la caverna les provocó a ambos un estornudo.
-¡Igni Sphere! –dijo Altiviades chasqueando sus dedos.
Una pequeña llama se encendió en el aire, dando vueltas alrededor de su cintura hasta posarse en su mano, como si fuese una antorcha.
-Por supuesto que vamos a entrar –respondió finalmente-. César tiene su “caparazón” y el gordito llevará consigo un poderoso bastón forjado por los mismísimos Odones.
Realizó una breve interrupción, tras la cual agregó:
-Tenemos que encontrar algo que puedas usar para defenderte cuando se acaben las granadas que llevas en el cuello. ¿Cuántas te quedan?
Mientras contaba las esferas dentro de la bolsita, Guido se dio cuenta de que estaba comenzando a tomarle afecto al viejo sabio debido a la calma que le transmitía su compañía llena de recursos, considerando la misión que les había sido encomendada.
-Cuatro, cinco… seis –respondió-. Seis en total.
-No las desperdicies, si es que puedes. Necesitas aprender a conducir el poder de la gema Astral, y yo no puedo enseñarte a hacerlo. No contarás con mi ayuda en tu entrenamiento: yo sólo me aseguraré de que no vayas a morirte, por si acaso.

En un principio, Guido sonrió ante la broma. Fueron necesarios unos instantes para que, horrorizado, cayese en la cuenta de que Altiviades no lo había cautivado con su simpatía, su sentido del humor o el carisma propio de cualquier comediante.
-Él es pacífico y está de nuestra parte –continuó diciendo el Shojin del Tiempo-. Sin embargo, quedó algo trastornado después de una de sus tantas batallas. Tal vez debas emplear la fuerza bruta si es que quieres convencerlo de que nos obsequie uno de sus tesoros.
Guido respiró profundamente antes de preguntar:
-¿Él? ¿Quién es “él”?
Altiviades se limitó a decir:
-Entremos de una buena vez por todas.

El niño obedeció, y con la ayuda de la llama que los acompañaba pudo ver que el camino consistía en una simple escalera descendente, tallada en la montaña. El aire se enrarecía con cada paso dado, y llegó un momento en el que tanto la humedad como el frío se tornaron insufribles. Guido pensó que su madre pasaría internada un año entero si se enteraba de que su hijo andaba vagabundeando por ese tipo de lugares cuando hacía solo tres días había estado guardando cama, preso de la fiebre.
Siguieron adentrándose en la fría caverna a través de los resbalosos escalones hasta que los mismos se acabaron, indicando el fin del descenso. Guido se dio vuelta y miró hacia arriba, buscando la entrada de la cueva, pero solo logró ver un puntito de luz muy alejado. Frente a ellos había un pasillo, y al final del mismo podía divisarse un ambiente amplio e iluminado.

-Guido –dijo Altiviades-. No vayas a hacer o decir nada estúpido de lo que pudieses arrepentirte. El Guardián es viejo y lleva varios cientos de años sin luchar, pero aún es terriblemente poderoso e infinitamente inteligente.
-¿Guardián? -murmuró tembloroso el niño al tiempo que era empujado a través del pasillo-. ¿Es uno de los Dragones Elementales?
El Shojin del Tiempo lo miró sorprendido.
-Suenas como nunca hubieses visto uno –replicó.

XVI – Responsabilidad Astral (V)

Altiviades condujo a Guido, Sebastián y Maurice por unos escabrosos senderos de la montaña, hasta llegar a un lugar plano muy similar al que César y Fargo estaban utilizando en su entrenamiento. Mientras tanto y a lo lejos, Royd y Bugen meditaban en silencio sobre las ramas de unos árboles peligrosamente quebradizos, haciendo gala de un equilibrio que dejó a los niños sumidos en un estado de estupefacción casi insuperable. El Shojin del Tiempo, sin inmutarse, depositó los espantapájaros sobre unos arbustos y elevando su mano izquierda, exclamó:

-¡Vivaldi Statio Vividarium!

Como surgida de los árboles o del viento mismo, una simpática y misteriosa melodía de violines y flautas se hizo presente. Entonces, los maniquíes hechos de madera y paja se pusieron de pie, bailando graciosamente alrededor de los viajeros, despeinándoles el cabello y pellizcándolos por detrás en lo que parecía ser el prolegómeno de la más elaborada coreografía. Maurice presenció aquel espectáculo sin hacer movimiento ninguno, pero Sebastián sacó su bastón y se dispuso a usarlo. No había alcanzado a frotar una de sus gemas cuando Altiviades se lo quitó de un manotazo, para ofrecerle a cambio una resinosa rama de dimensiones similares.
-Lo mejor será empezar sin Tiriviad -le dijo-. Usando esta vara de madera deberás tocar unas diez o doce veces a cada uno de mis “amigos”, y ellos se detendrán. Sólo en ese momento te devolveré el bastón.

Sebastián recibió la vara de madera fingiendo cierta indiferencia. Ahora, los maniquíes sólo lo fastidiaban a él, y parecían haberse olvidado de Guido y del resto.
-¡Les voy a enseñar a quedarse quietos! -exclamó arremangando su camiseta hasta los codos-. ¡Van a aprender a respetarme!

Su suerte no podría haber sido mejor: uno de los espantapájaros recibió un soberbio azote en la cabeza y cayó al suelo, herido de muerte.

-No es tan difícil –exclamó el niño en tono triunfal-. No van a aguantar ni diez minutos.
Como aceptando el desafío, el maniquí se levantó y tiró fuertemente de la oreja del niño, quién esta vez erró el golpe. La música aumentó levemente su velocidad, y así también la agilidad de movimientos de los muñecos.

-Concéntrate –dijo Altiviades-. Cada vez que falles ellos incrementarán un poco sus técnicas, complicando tu labor.

Sebastián se cruzó de brazos
-¿Y si no quiero? –replicó

Uno de los muñecos le bajó los pantalones hasta las rodillas y el otro lo empujó haciéndolo caer de bruces. Ambos dejaron escapar un chillido similar a un risoteo y siguieron bailando al compás de la música.
-Tarde o temprano querrás que esos muñecos se detengan –respondió el shojin-. Se volverán un verdadero fastidio.
Después, y alejándose del lugar, agregó:
-Además, no volverás a probar bocado hasta que cumplas con la primera parte de tu entrenamiento.


Muy pronto, Guido y Altiviades dejaron atrás a Sebastián, mientras que éste insultaba y se arrojaba contra los maniquíes en un intento por darles caza, y por qué no, su merecido. Maurice se quedó muy cerca suyo, sentado sobre el tronco del que alguna vez había sido un frondoso árbol, observando la curiosa escena.

XVI – Responsabilidad Astral (IV)

A un costado de la montaña más cercana a la colina sobre la cual se erguía la modesta cabaña de Altiviades, Guido pudo divisar la figura de Royd, que venía acompañado de su maestro. El lobo, al encontrarse con los niños luciendo sus nuevos atuendos y listos para pelear, echó una terrible mirada sobre Royd, pero éste trató de no darse cuenta de ello. Disgustado, emitió un gruñido.
-Sabes muy bien que te ayudaré a reunir a los Guardianes -dijo entre dientes-. Pero si quieres que entrene junto a estos novatos estas equivocado, muchacho.
-Por favor, Maestro –respondió Royd-. No confío en nadie más que usted para que nos ayude: dos de los shojins elegidos por Guardianes Elementales están de nuestro lado, pero uno de ellos ni siquiera sabe como sentirse al respecto…

El colosal lobo desvió sus pasos hacia un costado y comenzó a olisquear el nuevo aspecto de los niños. Sebastián, en total estado de alerta, lo miraba de reojo con algo más que desconfianza, debido a que Napo, el perro ovejero que tenía en su casa, lo había mordido cuando era muy pequeño. Para peor, el tamaño de Bugen era quizás cinco o seis veces superior al de su mascota, y eso ya era mucho decir. Intentó disimular los nervios que le causaba su presencia y dijo con voz fuerte:
-No se te ocurra morderme, porque te doy una patada que… te vas a morir de hambre en el aire.

Bugen simuló no escucharlo, y se dirigió hacia Maurice, que se encontraba sentado sobre el césped. Luego, se paró frente a Altiviades, quien llevaba ahora su cabello atado en una trenza, y se mostraba muy relajado, anudándose prolijamente las ataduras de un viejo uniforme negro similar al de Guido y el resto. Sebastián pensó que aquel nuevo peinado le daba al sabio cierta apariencia femenina, pero se reservó la opinión.

-Puedo oler el peligro y la aventura en tu respiración, Altiviades –dijo el lobo gruñendo de lado-. Veremos si esa gema te sirve de algo.
El shojin estrechó entre sus delicadas manos una de las patas delanteras del híbrido, a modo de saludo respetuoso.
-Gracias a ella sigo tan joven como siempre -respondió bromeando-. Lamento ver que no tienes la misma suerte: tus dientes se parecen a los de Fargo.
-Realizó una interrupción, tras la cual añadió:
-Sabía que nos acompañarías. Eso me da tranquilidad.
-Siempre creí que tu eterna apariencia juvenil la habías obtenido sacrificando parte de la sangre de ese pegaso –replicó el lobo-. No habrías sido el primero.
-¿Me crees capaz de tanto? -respondió riendo el anciano con apariencia de muchacho-. ¿Qué clase de vecino eres si aún no me conoces?

Detrás de ellos, Fargo había ido acomodando los maniquíes de madera y paja, junto a otros elementos, y traía un libro bajo el brazo. Lancelot, ajeno a todo, correteó alegremente durante un rato hasta que finalmente terminó por perderse entre unos arbustos, llevando sobre su cabeza aquel pajarraco con el que parecía llevarse tan bien.

-¡César! –exclamó Altiviades-. Tú debes protegerte de los ataques de Fargo con tu escudo, aunque tampoco estaría mal que los esquivases, ¿Entendido?
-Entendido -respondió el Tortuguita sujetando su escudo con mucho cuidado-. Estoy preparado para cualquier cosa.
Altiviades sonrió desafiante e hizo un gesto de despedida con la mano.
-Eso lo veremos –dijo entonces Fargo-, ¡Gravet Accea!
Inmediatamente, varios adoquines del tamaño de una pelota de rugby se elevaron, quedando luego suspendidos en el aire cual si fuesen globos.
Heret! -exclamó el viejo mago.

Uno de los proyectiles voló contra el rostro del Tortuguita, que en un inesperado movimiento subió su escudo y logró desviar el ataque. La roca impactó entonces tan fuertemente contra un árbol, que lo derribó sobre el césped. Guido y Sebastián corrieron en dirección a su amigo creyendo que el mismo se había desmayado a causa del impacto, pero éste se puso de pie en un santiamén, sonriente y entusiasmado.

-¡Es como jugar al fútbol con ladrillos! –dijo sonriente-. ¡Tengo el brazo dormido!

Guido y Sebastián aplaudieron festejando el movimiento de su amigo, y seguidamente alejaron del lugar al gigantesco Maurice, que perturbado parecía no comprender la escasísima gravedad de la situación.

-Los pequeños dragones de Aurora conforman una raza de animales veloces e increíblemente resistentes –exclamó Altiviades-. Los hechiceros solían cruzar el campo de batalla montados sobre ellos durante los enfrentamientos con los vehículos armados de la Alianza. Cuando el dragón resultaba muerto, sus restos eran utilizados para crear un escudo como ese.
César sacudió su brazo, intrigado.
-Cuando nos atacaron los déndridos –agregó-, se volvió grande y pesado, pero ahora no siento nada de eso.
-Los déndridos no poseen una gran fuerza física, pero atacan utilizando herramientas mágicas –intervino Fargo-. Tu escudo proviene de un animal luminoso, y como tal, sólo reacciona negativamente ante la magia oscura, que estos ladrillos no tienen.
Sebastián echó mano del bastón que llevaba en su cintura y lo sacudió en todas direcciones. Una vez más, nada sucedió.

-¿Qué pasa? -preguntó al tiempo que arrojaba el objeto hacia Altiviades-. ¿Está roto? ¿Qué clase de magia de porquería es ésta?
Altiviades cerró sus ojos y suspiró, víctima de un profundo pesar.

-Tiriviad no es un plumero ni un garrote, niño ignorante –respondió-. Ese legendario bastón posee mucho más poder del que podrías controlar: sólo debes frotar una de sus gemas.
El shojin posó uno de los extremos del bastón sobre el árbol que había sido derribado por el ladrillazo. El mismo ardió furiosamente desde su delgado tronco hasta las ramas más verdes, esfumándose sin dejar rastro. El sabio luego repitió la operación con uno de los rocosos proyectiles que se hallaban aún flotando, y para asombro de los niños, obtuvo idéntico resultado.

-Esas incrustaciones le permiten incendiarlo todo –murmuró-. Incluso una roca. Honestamente, no sé que hace Tiriviad en tus manos…
-¡Guau! -exclamó Sebastián recuperando el aliento y el dominio de su rústico bastón-. ¡Es mío! ¡Esto es mejor que ese escudo de porquería, César!

El Tortuguita asintió con la cabeza sin siquiera prestar atención a las palabras de su amigo. Altiviades, por otra parte, extendió su brazo derecho en dirección al viejo mérlido, quien se había alejado unos metros del lugar.

Heret! -gritó Fargo-. ¡Moret, Sylphet, Rajkird!

Guido temió por la seguridad de su amigo cuando una lluvia de piedras comenzó su ataque, obligándolo a defenderse de mejor manera posible. Cuando el Tortuguita parecía haber desviado todos los ataques, Fargo le lanzaba uno nuevo. Sebastián, absolutamente confiado de las destrezas de ambos participantes, observaba la escena y vitoreaba cada esfuerzo. Finalmente, el mérlido hizo silencio y el apedreamiento se detuvo.
-Nada mal –dijo Altiviades-. Pero con eso no podremos hacer mucho. ¿Cómo piensas atacar si te la pasas debajo del escudo? Ahora quiero que avances a medida que bloqueas los golpes. Debes llegar hasta la cabaña.
El Tortuguita se rascó la cabeza, preocupado.
-¡Fargo! -exclamó el shojin-. ¡Arrójale más piedras y atácalo por la espalda! ¡Aumenta la velocidad y apunta a sus piernas, que puedo sanarlas si se rompen!

Luego, señalando a Guido y Sebastián, agregó:

-Ustedes, no se distraigan. Tomen esos maniquíes que están tirados en el piso y vengan conmigo. Hoy será un día de diversión para todos en Xinu.

XVI – Responsabilidad Astral (III)

Sebastián observó su reloj y vio que recién era mediodía. Todo lo experimentado en el Edén apenas sí les había quitado diez minutos de tiempo real.

-Norfolk debe haber utilizado todas sus fuerzas para lograrlo –murmuró Altiviades fríamente-. Ahora es nuestro turno. Ya todos sabemos lo que tenemos que hacer: debemos despertar los poderes del Shojin Astral y convertir en guerreros a estos niños.

Hizo una pausa y continuó diciendo:

-Royd, Bugen, ustedes deben tener asuntos de los cuales ocuparse antes de que emprendamos la búsqueda de los Guardianes.

Los híbridos asintieron con semblante preocupado.

-Acompáñalos, Fargo –exclamó entonces Altiviades-. Llévate a Lancelot y a este caballero andante. Quiero que te ocupes además de lo que podamos necesitar para el camino. Los niños y yo haremos nuestro regreso a pie, y así abriremos el apetito.

Sebastián halló en esas palabras un chiste deliberadamente ofensivo, considerando la anterior promesa de no repetir la caminata. Se puso en cuclillas con el objeto de poder acariciar la cabeza de una de las pequeñas alimañas peludas que lo rodeaban, y protestó:
-Pensé que habías dicho que nosotros íbamos a usar el caballo la próxima vez. ¿Nos vas a seguir mintiendo durante todo el viaje?

Altiviades soltó otra de sus joviales carcajadas y comenzó a caminar, acompañado de los niños. En pocos unos segundos el bosque quedó atrás y los cuatro se hallaron frente al camino que conducía a la cabaña. Guido estaba boquiabierto.
-¡No puede ser! -exclamó el Tortuguita sin dejar de frotar sus ojos-. ¿Ya llegamos?
Apartando los cabellos que cubrían su rostro, Altiviades respondió:
-Solo puedes entrar en un bosque hasta la mitad del camino. Una vez allí, comienzas a salir, ¿No lo sabes, Guido?
-No entiendo -le replicó éste-. No dimos ni veinte pasos.
-La ilusión en el Bosque de Medoh fue ideada por Norfolk –continuó Altiviades-. Xinu es considerado por muchos como un lugar hechizado, maldito. Para llegar a la entrada del Edén es necesario caminar durante mucho tiempo y siguiendo una dirección en particular, pero abandonar la espesura resulta simple. Ante el temor de perderse, pocos son los curiosos que se aventuran a venir por aquí, y cuando lo hacen no encuentran otra cosa que no sean ramas secas y gillites rosados.






La comida proporcionada por Fargo tuvo una gran acogida. Cuando ésta hubo terminado, Altiviades abandonó la cabaña sin decir una sola palabra. Los niños presenciaron ese alejamiento desde la alfombra, al tiempo que el mérlido se encargaba de retirar los delicados platos de madera usados recientemente.

-Altiviades es muy extraño -murmuró César-. ¿No lo creen?
-Está un poco loco –respondió Sebastián-. Pero eso es natural: hace miles de años que está en este planeta.
-Miles de años –repitió Guido-. ¿Cuántas cosas habrá visto durante todo ese tiempo?
-Millones de millones –replicó Sebastián-. Lo envidio.
-¿Te gustaría ser inmortal? -preguntó Guido-. ¿Te gustaría poder vivir por siempre y sin envejecer?
Sebastián no se hizo esperar con su respuesta.
-¡Por supuesto, Guido! –vociferó-. ¿A quién no le gustaría?
El Tortuguita meditó durante unos instantes y dijo:
-No lo sé. Podría ser peor de lo que parece. ¿Les gustaría tener que seguir viviendo cuando todos sus amigos y su familia ya no estén con ustedes?
Los niños permanecieron en silencio, sumidos cada uno dentro de su propio mar de pensamientos.
-Debe ser muy feo quedarse solo en el mundo –murmuró Guido para sus adentros-. ¿Qué habrá pasado con la familia de Altiviades?
La áspera voz de Fargo los quitó de sus reflexiones.
-Esto es para ustedes, niños –les dijo-. Espero haber calculado bien sus medidas.

Guido examinó las prendas adquiridas para ellos en Isla Kabal. Recordaba haber visto vestiduras semejantes entre los birbuits, pero por alguna razón daban la impresión de ser uniformes de diferentes colores, como los utilizados para practicar artes marciales. Marrón y verde para Sebastián, celeste y blanco para César, y amarillo y gris para Guido. A cada niño le correspondía un holgado pantalón largo, un par de calcetines ajustados, una suerte de camiseta de mangas largas, un ancho y largo cinturón de tela, y un abrigo sin mangas similar a un delantal de cocinero, aparentemente confeccionado para cubrir el pecho, la espalda, y el comienzo de los muslos. Los zapatos pertenecientes al atuendo escolar serían reemplazados por unas ligeras zapatillas de tela elástica.
-Estas ropas son muy cómodas –exclamó Guido al tiempo que depositaba la gema Astral en un bolsillo interior-. ¿Están hechas de seda?

Fargo, que se encontraba ayudándolo a ajustar el lazo en su cintura, asintió afirmativamente con la cabeza.

-Géneros especiales extraídos de las fibras de diferentes insectos –respondió-. Son muy resistentes y flexibles a la vez.
-Hizo un gesto con la mano y agregó:
-Sus uniformes escolares no serían los más indicados en este momento, pero no se preocupen, los guardaré en un lugar seguro.
-Me siento un idiota –intervino Sebastián calzándose las zapatillas-. Y ustedes deberían decir lo mismo.
-Parecemos superhéroes –exclamo el Tortuguita-. Esto es espectacular.
-Bailarinas –lo corrigió Sebastián-. Parecemos bailarinas…
A lo lejos, la voz de Altiviades pudo escucharse.
-¡Guido y los demás, tenemos mucho que hacer! ¡Fargo, trae sus cosas aquí afuera! ¡Royd y Bugen han regresado y debemos comenzar con el entrenamiento!
-¿Entrenamiento? –preguntó César.

Sus amigos no supieron responder a la pregunta, pero no fue necesario que lo hicieran. El hechicero les hizo señas para que lo acompañasen, mientras llevaba bajo sus brazos un par de enormes muñecos hechos de paja, similares a espantapájaros. Sebastián cruzó la puerta y observando el horizonte exclamó:

-Ya no sé que esperar de todo esto. No va a ser la primera vez que tenga que pelear, pero…
-La fuerza necesaria para vencer no debe surgir de tus músculos, tus huesos, tu armadura o ese bastón que llevas –lo interrumpió Fargo-. Pero si tu mismo no crees en lo que eres capaz de hacer, ¿Quién lo hará por ti?

XVI – Responsabilidad Astral (II)

-Mis energías me están abandonando –bramó el dragón-. Se acerca el momento. Sólo los shojins y los Guardianes podrán evitar que se acabe con cualquier tipo de existencia. Debes aprender a controlar el poder que te ha sido otorgado, Guido.

Un nuevo cambio de locación aconteció cuando la Torre de Tragantipia desapareció llevándose consigo a todos y cada uno de sus testimoniales grabados. En un abrir y cerrar de ojos, tanto los niños como resto de los viajeros se hallaron flotando a través del cosmos. A ninguno de ellos le costó trabajo alguno divisar la esplendorosa silueta de La Tierra, pese a que la misma se hallaba envuelta por una fina capa de polvo dorado.

-La misión de Silverado era proteger a los habitantes de los hermanos fundamentales –bramó el dragón-. Su fuerza fue tanta, que aún hoy, millones de años después de su muerte, ha encontrado la forma de continuarla.

El corazón de Guido golpeó con fuerza en un intento por escaparse del pecho que lo aprisionaba mientras que el niño, incapaz de hacer otra cosa, observaba como las partículas plomizas y doradas que flotaban sobre el Tercer Planeta se condensaban lentamente, formando un remolino. En el centro del mismo, la extraña piedra que tanto revuelo había causado al salir flotando desde el interior de una simple caja de cartón, comenzó a tomar forma.

-El espíritu de la criatura más poderosa que haya conocido este Universo ruge dentro de esa gema -dijo Norfolk-. Y te ha elegido a ti, para que continúes su misión.

El polvo dorado se esfumó tímidamente, como el humo de un cigarro. Brillando con la intensidad de mil soles, la gema Astral se presentó ante Guido, una vez más. Éste la tomó lleno de firmeza y supo que ya todo estaba claro. El miedo que sentía era mucho e innegable, pero la sangre corría rabiosamente por sus venas y hervía en su puño, inyectándole un coraje nunca antes percibido.

Altiviades y Fargo se miraron aliviados, con una expresión de absoluta comprensión en sus rostros.
-El último shojin –murmuró el anciano hechicero, sonriente y emocionado-. El último shojin ha nacido.

El cuerpo del Guardián del Tiempo desapareció en un estallido luminoso y el Edén recuperó su verdadero, vacío y oscuro aspecto, quedando pobremente iluminado por las colosales cabezas del dragón.
-La fantasía está fuera de control –murmuraron las tres a coro-. El Edén no es el lugar para ustedes, pero cuando salgan de aquí, lo harán para no regresar jamás.
El dragón hizo una pausa y agregó:
-Debes reunir a los Guardianes Elementales, Guido. El camino correcto será largo y peligroso, pero ellos te apoyarán cuando descubran que eres el Shojin Astral.
Luego, dirigiéndose al resto de los viajeros, las cabezas exclamaron:
-Cada uno de ustedes deberá encontrar por sí mismo las razones culpables de que se encuentren junto a los shojins en este momento. No han venido hasta aquí en vano: el mañana será lo que sus destinos decidan al cruzarse…

Una última frase fue dedicada a Altiviades.

-No me equivoqué contigo, Criatura…

Altiviades no consiguió responder a tiempo, y en un instante el suelo bajo sus pies se volvió líquido. Lo próximo que él y sus acompañantes pudieron ver fue el ramaje perteneciente a los árboles propios del bosque que originariamente los había visto partir hacia el Edén. Lancelot se hallaba merodeando el lugar y apenas hubo presenciado aquel aterrizaje dio un relincho, arrojándose sobre Fargo y expresando de alguna manera la alegría que le causaba dicho regreso. El insoportable pajarraco resucitado por Royd se había sujetado firmemente de las crines del animal utilizando su pico, y terminaba de conformar un muy estrafalario comité de bienvenida.

-Eso fue muy raro –murmuró César aturdido.
-Fue mucho más que eso –replicó Guido poniéndose de pie velozmente.
-Estamos de vuelta en el Bosque de Medoh -exclamó Royd-. ¿Qué sucedió?

Sin pronunciar palabra, Altiviades echó un vistazo sobre la gema que Norfolk le había otorgado.
-El Guardián se hallaba muy débil –dijo- No podemos saber que ha sucedido con él o con el Edén. Quizás…
-¿Habrá muerto? –lo interrumpió Sebastián.

Todos permanecieron en silencio durante unos instantes, aguardando una respuesta que nunca llegó. A diferencia del resto, Fargo sabía que Altiviades era el único capaz de sentir la presencia de aquel poderoso dragón estando fuera del Edén.

XVI – Responsabilidad Astral

Bugen se acercó a Altiviades, olisqueando el aire a su alrededor.

-Tú llevabas una de estas piedras contigo –le rugió severamente-. Oculta bajo tu camisa. Su aroma y esencia son casi imperceptibles, pero me bastan para saber que son las mismas que despide el Guardián. ¡Maldición! Eres un shojin…

Norfolk cerró sus ojos y un millar de pequeños arcos azules comenzó a manar de su blanco pecho. Del mismo lugar y modo también brotó la gema azul mencionada por el híbrido.
-No todos los espíritus elementales cayeron en control de los Odones –dijo-. Cuando Momenta fue absorbida por la puerta, la energía liberada no pudo desvanecerse y mi cuerpo se fue concentrando hasta tomar la forma de esta gema. Lo único que pude hacer fue empujar esta roca hasta expulsarla del vacío, para utilizar su fuerza y abrir una puerta entre Momenta y el Edén. Altiviades fue el elegido, y ha llevado valientemente sobre sus hombros esa inmensa responsabilidad desde hace muchos años, preparándose para este momento.

Guido, totalmente extraviado en un mar de presunciones y pensamientos, abrió la boca con intenciones de hacer una pregunta. Se detuvo al darse cuenta de que la respuesta a la misma había llegado días atrás y sin hacer el menor ruido.

-Los Guardianes Elementales eligieron su destino –murmuró Norfolk-. Dejaron de ser soldados divinos para convertirse en socorristas de los mérlidos.
Hizo una pausa y continuó diciendo:
-Cuando Yildiray fue el amo del Guardián de la Muerte, el Guardián de la Vida eligió a un poderoso hechicero para que fuese su amo. Éste fue Tudor, un sacerdote que al igual que siete de sus compañeros tuvo en sus manos más poder del que nunca hubiese imaginado.
-Los mérlidos –añadió Altiviades-, carentes de estrategias militares o un nutrido ejército, pasaron a ser la potencia más fulminante que jamás hubiese existido hasta entonces, gracias a las gemas elementales.
-¿Y cómo fue que se empezó la guerra? -interrumpió César-. ¿Los Siete Reinos se enfrentaron a los Guardianes?
-El Guardián de la Vida eligió con sabiduría –intervino Fargo-. Tudor fue un justo y pacífico líder entre los mérlidos. A pesar de que su sueño siempre había sido recuperar las tierras sagradas de los mérlidos, mantuvo su palabra y desistió de la idea de una batalla hasta el último segundo. Los Odones no comenzaron la primer Gran Guerra, fueron los Reinos Aliados quienes lo hicieron, incrédulos del poder de los Dragones Elementales.

Por un instante, Norfolk se quedó en silencio, dando muestras de estar realmente agotado. Altiviades retomó entonces el discurso, diciendo:

-Algunos mérlidos decidieron responder a las devastadoras ofensivas valiéndose de sus dragones: Yildiray y Tarbo fueron acompañados por Osiris y Orbis, bajo las órdenes de sus amos Achiel y Reika. Desgraciadamente, la era de las Grandes Guerras había comenzado. Sigmar, Atalanta y Siam fueron los últimos en unirse a las batallas, y lo hicieron cuando parte del primer grupo quedó imposibilitado de seguir combatiendo.

Una nueva sucesión de imágenes grabadas sobre las paredes comenzó a iluminarse, y los niños pudieron ser testigos, de alguna manera, de aquellos inimaginables choques entre los Reinos Aliados y los mérlidos. Pese a reconocer la gravedad de aquellos enfrentamientos, las miles de muertes acontecidas y todo el sufrimiento padecido por ambos bandos, Guido no pudo evitar sentirse atraído y hasta encantado por la idea de presenciar una refriega entre dragones, magos y artillerías de ensueño. Creyó que teniendo en cuenta su situación, tampoco podría culpársele por ello. Vio que Norfolk lo observaba cuidadosamente con sus tres cabezas e inmediatamente supo cuales eran las palabras que éste tenía para decirle.

XV – Entre Odones y dragones: Confusiones (III)

La pequeña pandilla formada por los posibles shojins se mantuvo en silencio ante aquel debate surgido entre esos fantásticos seres hijos de los dioses, y se vio sobresaltada cuando una gigantesca sombra cubrió el cielo casi por completo. El inesperado episodio desató una nueva serie de murmullos, sollozos, gritos y plegarias por toda Amnia.

-Calma –rugió el causante del fugaz eclipse.

Era Siam, que aunque un poco apaleado a causa del esfuerzo realizado para crear la gema del agua, se las había ingeniado para volar hasta ubicarse junto al resto de los dragones.

-Si no puedo proteger aunque más no sea a los mérlidos –les dijo en un suspiro-, me habré convertido en un completo inútil. Nosotros cambiamos, y difícil me resulta imaginar la Tierra sin su compañía. ¿Quién se unirá a nosotros?

Osiris y el Guardián de la Muerte se sumaron al grupo formado por Sigmar, Atalanta, Siam y Orbis. Los dos Guardianes restantes, por otro lado, continuaron mostrándose renuentes a asociárseles.

-SIGMAR –bramó Meleagro-. ES TU DECISIÓN LA DE INVOLUCRARTE CON ESTAS CRIATURAS INFERIORES, NO LA MÍA. ESPERO QUE MUCHOS DE USTEDES SOBREVIVAN PARA PRESENCIAR EL FIN DEL MUNDO CUANDO LLEGUE EL MOMENTO INDICADO. HASTA ENTONCES, NO CREO QUE VUELVAN A SABER DE MÍ.

El Guardián de la Tierra desplegó sus alas y echó una última mirada sobre sus compañeros. Dando un rugido absolutamente infernal causó un breve terremoto, seguido de una explosión luminosa que terminó de derribar a todos los Odones de sus pedestales. Los cientos de mérlidos presentes abandonaron Amnia y huyeron despavoridos rumbo a las boscosas sierras aledañas. Meleagro entonces se marchó agitando débilmente sus tres pares de alas hasta fundirse en el horizonte, dejando detrás de él un pequeño y brillante pedrusco esférico que serviría para subyugar al Guardián del Aire.



En poco tiempo, los dragones fueron sometiendo sus poderes a los mérlidos, que hábilmente lograron contener cada uno de los elementos. Tal como lo habían acordado, los hechiceros no forjaron una gema capaz de controlar al Guardián de la Oscuridad y éste, tras prestar sus servicios en la tarea de dominar a Atalanta, se dispuso a partir. Se elevó en el aire, y dirigiéndose a Sigmar exclamó:

-¿Sssabess qué deberíamoss haber hecho en realidad? Deberiamosss haber exssterminado a losss hechisseross y al resssto de la rassa humana. Esso habría sssido lo mejor para la Tierra Interior…

Acto seguido, su gigantesca figura se esfumó, dejando en su lugar tan solo una sombra que se perdió rápidamente entre las penumbras del atardecer en Mellet

XV – Entre Odones y dragones: Confusiones (II)

Atalanta se colocó frente al Guardián de la Oscuridad.

-Necesitamos que brindes la mitad de tu poder para forjar una herramienta que pueda controlar mi elemento –le dijo-. No tienes porque involucrarte en las batallas que se avecinan si no quieres hacerlo. Nadie te controlará a ti, te lo prometo.

El pánico pareció apoderarse de gran parte de los hechiceros.

-¡Todos moriremos! –exclamaron unos.
-¡Los Reinos Aliados finalmente terminaran con nosotros! –gritaron otros.
-¡Es un castigo por parte del Guardián de la Oscuridad! -sollozó una joven hechicera a la vez que se arrodillaba ante aquella deidad capaz de inspirarle respeto y temor en partes iguales-. ¡Estamos malditos!
-Los humanos resultaron ser unas criaturas sorprendentes –rugió Sigmar. Siempre supe que algún día el futuro de la Tierra Interior dependería de ellos casi tanto como lo hace de nosotros.

Meleagro, incrédulo, fijó su mirada sobre los mérlidos, aquellas criaturas apenas diferentes del resto de los humanos. A lo largo de millones de años, el Guardián de la Tierra había visto a miles de especies aparecer para luego desaparecer sin dejar rastro. Algunas duraban más que otras, eso era cierto, pero tarde o temprano todas, sin excepción, se volvían polvo. No importaba cuan inteligentes o puros pudiesen ser los hechiceros, su promedio de vida no superaba los cien años: un guiño en la historia de los tiempos.
-NO DEBERÍAS PREOCUPARTE, CRIATURA –rugió, dirigiéndose a la joven hechicera que se hallaba al borde del colapso-. AL IGUAL QUE TUS ANTEPASADOS Y DESCENDIENTES, HAS VENIDO AL MUNDO A MORIR Y NADA MÁS. ASÍ FUISTE CREADA. LO QUE HACES MIENTRAS VIVES ES LO QUE DEBERÍA IMPORTARTE, PERO TU DESTINO ES INEXORABLE, ACÉPTALO.

Tarbo sujetó a Yildiray por su túnica con una de sus garras hasta que el mismo estuvo a unos pocos centímetros de su hocico.

-El poder corrompe el espíritu de las criaturas –murmuró.

El jefe mérlido, lejos de mostrarse sorprendido o asustado, se mantuvo imperturbable a pesar de que su larga barba estuvo a punto de chamuscarse con el ardiente y fétido aliento del dragón. Con voz firme, exclamó:

-Hemos sido sus adoradores desde que tenemos memoria y hemos dedicado cada instante de nuestras vidas a servirte fielmente. No pertenecemos a una tribu guerrera, y mucho nos ha costado adaptarnos a la idea de luchar como soldados, arriesgando a nuestras mujeres y niños. ¡Es por eso que necesitamos del apoyo de todos ustedes! ¡Por favor se lo ruego, noble Guardián, no nos condene a la destrucción!

Tarbo depositó gentilmente al mago en el suelo, con cuidado de no eliminarlo por accidente. Yildiray, ignorando su avanzada edad y aparentemente pésima condición física, saltó ágilmente sobre uno de los altares erigidos previamente y con motivo de aquella ceremonia.

-Particularmente a los hajbiros -continuó diciendo Tarbo-, que en unos pocos miles de años han modificado este planeta más de lo que cualquier otra especie viviente pudo haberlo hecho en toda su historia. Si obtienen el poder absoluto, se corromperán por completo. No podemos dejar que destruyan a los mérlidos, pero Norfolk no está aquí para develarnos el futuro, y estas nobles criaturas nos han sido leales durante toda su vida sin pedir nada a cambio.
Hizo una breve pausa y agregó:
-De no haber sido por ellas, aún estaríamos solos en este Universo.
-Con los mérlidos o sin ellos, deberíamos permanecer unidos –exclamó efusivamente el Guardián del Aire-. Nuestra fuerza proviene de nuestra unión y equilibrio. Es por eso que no podemos separarnos.
-EL EQUILIBRIO SE PERDIÓ Y YA NO VOLVERÁ –bramó Meleagro-. DESDE EL MOMENTO EN QUE SILVERADO DESAPARECIÓ, LOS PLANETAS HERMANOS CASI HAN DEJADO DE NECESITARNOS. NO SEREMOS NOSOTROS, SINO LOS HUMANOS, QUIENES DECIDIRÁN EL RUMBO DE LA HISTORIA DE AQUÍ EN MÁS…

XV – Entre Odones y dragones: Confusiones

Las ceremonias llevadas a cabo por los hechiceros se prolongaron durante interminables semanas ante semejante acontecimiento. Sin embargo, el resultado final terminó por justificar cada segundo invertido en el proceso. Desde la cadena de Kiamao y en la cima de Athuslhos, el más elevado de los picos cercanos a Amnia, el Guardián del Agua pudo presenciar con increíble fascinación el momento en que los mérlidos lograron condensar toda la energía liberada hasta darle la forma de una gema, convirtiéndola en un elemento capaz de comprimir el espíritu del Agua dentro de si mismo.

Una vez finalizado su nonagésimo discurso ante sus iguales, Yildiray se apoderó de aquella piedra. Un líquido tan negro como su túnica manó desde sus manos hasta materializarse en una especie de tiara azul, que encerrando la gema del Agua, se elevó hasta posarse sobre su brazo izquierdo. El mérlido pudo sentir como todo su cuerpo se estremecía ante semejante poder, pero aquella sensación no se le presentaba para nada desagradable. La explosión inicial había costado la vida de casi un centenar de hechiceros, y los mismos serían recordados como mártires a través de los siglos. Un pequeño precio a pagar, teniendo en cuenta que los Guardianes evitarían así la desaparición de millones.

-¡Hermanos! –exclamó Yildiray tan emocionado como satisfecho-. ¡Ha llegado el momento que tanto habíamos esperado! El poder de los Guardianes ahora es nuestro, y ningún ejército podrá jamás pretender que cedamos a sus peticiones. ¡Podremos vivir en paz!

Una multitud formada por cientos de miles de hechiceros se arrodilló al tiempo que realizaba mil y una reverencias ante los iguales de aquel dragón que tan generosamente había cedido su poder a favor de la salvación de su pueblo. Las oraciones, ofrendas y sacrificios realizados durante años no habían sido en vano, después de todo. Yildiray dio varios pasos en dirección a una pequeña anciana vestida de furioso color rojo, y tras subir una serie de peldaños rústicamente modelados en la montaña, se inclinó frente a ella. Sin levantarse, echó una mirada sobre el esplendoroso Orbis, que realizó un gesto afirmativo con su cabeza y rugió:
-Ella lo hará bien.
Con lágrimas en sus ojos, Reika Yune recibió la tiara de manos del Jefe del Consejo. Luego, con paso solemne, caminó un largo trecho hasta ubicarse junto al Guardián del Fuego. Protegida por el espíritu del Agua, la hechicera se montó sobre su llameante lomo rezando una oración y sin sentir siquiera el más leve cambio en la temperatura del aire.

-El primer shojin ha nacido –murmuró Yildiray para sus adentros-. Bendito sea el suelo bajo sus pies.
Seguidamente, y elevando el tono de su voz para que lo escuchasen sus iguales, continuó diciendo:
-Diez fueron en el momento de su creación y desde el Cielo han descendido para aquietar nuestras penas, y calmar el dolor de este planeta, que es nuestro dolor. Ocho de nosotros seremos elegidos para llevar con justicia su incalculable poder. ¡Seremos los representantes de todo un pueblo, porque los dioses así lo han querido! ¡Aquí comienza una nueva era para los mérlidos! ¡Aquí comienza la era de los Odones!

Las manifestaciones de alegría por parte de los mérlidos parecieron duplicar su intensidad cuando Sigmar se acercó a la hechicera para decirle:

-Criatura, la gema que llevas sobre tu frente encierra las fuerzas del Agua. Te permitirá ejercer un control total sobre el Guardián del Fuego, gracias a que el mismo te ha aceptado como a su amo. Deberás usar tu nuevo don con sabiduría, anteponiendo la vida en el Tercer Planeta por sobre todas las cosas. Solo así podrás conservarlo.

Hizo una pausa y dirigiéndose a sus hermanos bramó:

-La guerra es inevitable. Los hajbiros atacarán y sin nuestra ayuda los mérlidos serán exterminados, pero nuestras fuerzas no son las que poseíamos hace millones de años, y nuestros lideres ya no se encuentran entre nosotros. Es por eso que cada uno decidirá si pelea o no, en esta batalla.

Maelstrom sacudió su cabeza de un lado hacia el otro, dando claras señales de no estar del todo satisfecho con la idea de aliarse a los mérlidos. Los hechiceros allí presentes se horrorizaron ante la idea de haber enojado de alguna manera al Guardián de la Oscuridad, y soltaron sus mejores gritos de terror cuando éste desplegó sus alas para elevarse en las alturas.

-Ssomoss loss Guardianess Elementaless, no ssomos diosses –murmuró Maelstrom posando su fría mirada sobre un joven mérlido que se asomaba por detrás de unas rocas y temblaba como una hoja-. Loss humanoss sson criaturass muy inferioress y essstán desstinadass a eliminarsse entre ssí. Elloss sserán loss ressponsabless de la dessstrucssión de Momenta, y nuesstro deber ess protegerla a cualquier cossto. Ya he sseguido a demassiadoss lideresss, y todoss sse han equivocado en ssus dessisioness. ¿Por qué tomar parte en una guerra sssin sssentido?

XIV – Testigos de la historia (V)

Fargo se dio la vuelta, y suspiró profundamente mientras que Royd y los demás se dedicaban a interpretar el significado de los diversos tallados. Sebastián caminó hasta situarse a su lado y al elevar la mirada pudo ver que el mérlido se hallaba sonriendo, con los ojos perdidos entre los garabatos de los muros más altos. Aquella no era una sonrisa como cualquier otra, y dejaba entrever cierta tristeza disimulada. Al darse cuenta de que estaba siendo observado, el hechicero cambió súbitamente la expresión de su rostro.

-¡Hey! –le dijo el niño a viva voz y atrayendo la atención del resto de sus compañeros-. ¿Te pasa algo?
Fargo posó su arrugada mano derecha sobre la cabeza del niño y respondió:
-No es nada. Tan solo estoy tratando de lidiar con la emoción. Eso no es bueno para un anciano como yo.
Sebastián pareció aliviarse.
-Eso no es nada –replicó-. Creí que las subidas te habían dado ganas de vomitar, como a mí.

Aún no había terminado de hablar cuando el suelo volvió a ponerse en movimiento. Esta vez lo hizo hasta alcanzar una enorme y descolorida ilustración que mostraba a los hechiceros siendo acorralados por los hajbiros. Allí, Norfolk retomó su discurso.

-Cuando los hajbiros se separaron de los mérlidos –dijo-, el hermano pequeño parecía ser enorme. El tiempo, no obstante, lo cambió todo, una vez más.
-No entiendo –dijo Sebastián-. ¿Eso es malo?
Norfolk se quedó en silencio, como aguardando decepcionado a que el niño encontrase por si mismo la respuesta a su pregunta, pero eso no sucedió.
-¿No recuerdan lo que Altiviades nos dijo en la cabaña? –preguntó Guido finalmente-. ¡Las Guerras Grandes! ¡Los Reinos Aliados!
-¡Es verdad! -exclamó el Tortuguita-. ¡La batalla entre la ciencia y la magia!

Altiviades comenzó a hablar con voz serena y mesurada.

–Algunos de los Reinos Aliados lograron evolucionar y expandirse a una velocidad muy superior a la del pueblo mérlido, por lo que muy pronto necesitaron de más tierras y recursos. Eso terminó por enfrentar a ambos bandos en lo que sería conocido luego como la primera de las Guerras Grandes. Los Guardianes Elementales no pudieron evitar involucrarse.
Guido frunció el ceño.
-Entonces –dijo-, los mérlidos controlaron a los Guardianes Elementales, pero ¿Como lo hicieron?
-Un consejo formado por los más poderosos hechiceros fue fundado –respondió Altiviades ante la atenta mirada de Norfolk-. Sus miembros, los Odones, presentaron sus respetos a los Guardianes, pidiendo su ayuda.
-¿Los hechiceros no podían defenderse solos? –preguntó Sebastián.
-Los mérlidos odiamos la violencia –murmuró Fargo-. No forma parte de nuestra naturaleza. El hecho de que nuestros corazones puedan percibir la respiración de este planeta nos basta para ser felices.

Altiviades negó con la cabeza y continuó hablando.

-Pese a que los mérlidos eran superiores en sus capacidades naturales, las tropas pertenecientes a los Reinos Aliados los sobrepasaban abrumadoramente tanto en número como en recursos. La derrota sería sólo cuestión de tiempo y Yildiray, el Jefe del Consejo, no estaba dispuesto a ver como su pueblo era masacrado y eliminado sistemáticamente.

Durante unos segundos, todos se quedaron en silencio.

-¿Y qué pasó entonces? –preguntó César.
-Los Guardianes sintieron lástima por aquellas criaturas que tanto los habían adorado a lo largo de los siglos, y con las cuales habían aprendido a relacionarse –respondió Norfolk-. Su sabiduría y sentido de la camaradería los llevaron a unírseles.
-Aunque lo hicieron a su manera -añadió Royd, contento de poder opinar.

Los niños se encogieron de hombros.

-¿A su manera? –preguntó Sebastián.

Guido observó detenidamente una ilustración en la que los dragones elementales eran guiados por un grupo de mérlidos como si se tratasen de un rebaño de ovejas gigantes siendo arriado por sus pastores. Se le hizo un nudo en el estómago.

-Los Guardianes Elementales se comprometieron a ayudar a los hechiceros siempre y cuando éstos jurasen no lastimar el planeta durante la batalla –contestó Altiviades-. Éstos aceptaron la propuesta de inmediato, pero para someter a cada uno de los dragones sería necesaria una increíble destreza. Los mérlidos tuvieron que comprimir cada uno de los elementos para poder usarlos en los dragones, y al fin, poder controlarlos.

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