IX – Señales de humo (II)

Las advertencias del híbrido llegaron demasiado tarde. La criatura plegó sus alas y descendió a toda velocidad lanzando un golpe sobre el pobre Sebastián, que paralizado por el miedo no pudo reaccionar a tiempo. Pero el ataque no logró su objetivo: Sir Maurice de Valvia empujó al niño, que voló unos cuantos metros antes de caer, y tomó su lugar reteniendo con su espada el golpe del bastón cuyas incrustaciones despedían luces amoratadas. El déndrido cambió su objetivo y repitió la arremetida con mayor rabia, en esta ocasión sobre la armadura, pero Maurice volvió a bloquearlo exitosamente. El choque de fuerzas fue lo suficientemente brutal como para causar que el bastón y la espada estallasen en pedazos, dejando a la criatura visiblemente aturdida. Sin dudarlo, Maurice extendió una de sus enormes manos metálicas y sujetó al agresor por la cabeza. Lo elevó en el aire impidiendo que sus pies tocasen el piso, y cerró el puño con un brutal sonido. Aquel demonio ya no haría mas daño a nadie.

En un instante, Guido pudo observar con pavor como todas esas personas a quienes había creído sobrevivientes del incendio se transformaban en una criatura como la que acababa de morir. Royd se lanzó al ataque y logró eliminar a algunas de ellas pero las sobrevivientes, aprovechando la ventaja numérica, lo rodearon lanzando golpes sobre su espalda y sus piernas. Víctima de un último y soberbio garrotazo luminoso recibido en la cintura, el híbrido cayó al piso.

Guido abrió aquella bolsa llena de pequeñas esferas de metal, de tamaño inferior al de una pelota de ping-pong, y leyó sobre ellas una numeración grabada. ¿Serian granadas? ¿Bombas de alguna extraña tierra futurista? ¿Munición para un cañón ausente sin aviso? No había tiempo para andar dudando: él y sus amigos estaban en peligro. Arrojó una de aquellas esferas sobre una de las criaturas y tuvo suerte, ya que le dio en la cabeza. La esfera explotó soltando una gelatina verde y la criatura cayó inmóvil al piso, bañada en aquella sustancia. Muy pronto, dos criaturas más se unieron a la lista de víctimas de la furia de Maurice

Obedeciendo las órdenes de Royd, César decidió probar aquel escudo óseo que tanto le había gustado cuando lo vio por primera vez. Echó a correr entre tropiezos bajo su protección y recibió un par de golpes, pero estos solo hicieron que las placas de hueso aumentasen sus dimensiones haciendo del escudo un elemento muy incómodo y pesado. Sebastián, por otra parte, se hallaba muy ocupado moviendo su bastón de aquí para allá como si de una varita mágica se tratase, sin saber que más hacer, inmerso en aquel improvisado y caótico campo de batalla.

Con un violento puñetazo, Royd se quitó de encima a dos de las bestias que lo rodeaban y se puso de pie. Zigzagueando y dando saltos entre sus enemigos, subió por el terreno hasta alcanzar una elevación ubicada sobre unas rocas, y una vez allí, soltó un aullido aterrador que retumbó por toda la montaña. Un bramido similar pero más grave le contestó.

-¿Qué fue eso? -preguntó Sebastián-. ¿De dónde salió ese rugido?

Para su sorpresa, ojos brillosos, rugidos y pequeñas cabezas comenzaron a asomar entre los resquicios de la montaña. En poco menos de un minuto una veintena de lobos se halló rodeando a los combatientes, y los cinco déndridos que no habían sido derrotados aún, fueron finalmente presa de la ferocidad de los mismos. Cuando todo hubo terminado, varios cánidos habían resultado heridos, Royd se veía algo lastimado y Maurice estaba medio abollado, pero eso era todo lo que había que lamentar. Eran los restos de aquellos demonios, y no los de los niños, los que yacían por todo el lugar en forma de ceniza y huesos resecos.

Royd caminó en dirección a un enorme lobo gris que parecía ser el líder del grupo, y realizó una reverencia.

-Muchas gracias por la ayuda, nos han salvado -dijo-. Me alegro de haber tenido la suerte de encontrarlos merodeando por aquí.

El lobo echó una mirada sobre las ruinas del incendio y respondió:

-No tienes nada que agradecer, Royd, el humo nos trajo hasta aquí. Además, tú luchaste las batallas de muchos de ellos alguna vez cuando eras niño.

Hizo una pausa y preguntó:
-¿Y quienes son tus amiguitos?

-Ellos son unos niños que debo llevarle sin demora al viejo Altiviades -respondió el guía-. Y la armadura es cosa de Fargo, no me pregunte.

A continuación, volteándose hacia Guido y sus acompañantes, agregó:

–Guido, César, Sebastián, éste es Bugen. No sólo es mi mejor amigo, sino también mi maestro.